Imposible no parecía ser la muerte de mi abuela Ana y la mascota de la casa Bimbo. Los dos pasaron sus últimas semanas en decadencia, como a mi no me gustaría pasar las mías. Nunca me resultó triste enterarme que mi abuela perdía su habilidad de repentismo para contestar a cualquier cosa:
- ¿Abuela, los vellos de por allá abajo se ponen blancos?
- Pa que salga de dudas le voy a enviar una foto.
Para nada quedé traumado con esa respuesta, todo lo contrario, se convirtió en una historia que se contaba en reuniones familiares, no familiares y hasta en misa, a pesar de la mirada desaprobadora de su hija, mi mamá.
Tampoco me resultaba nostálgico enterarme que ya no podía ir a reclamar el subsidio que le regalaba su presidente Uribe, lo decía todavía en el 2020. Ni mucho menos que ya no me preguntara cada vez que hablábamos si ya tenía novia, o que dijera: “Esa muchacha como es de bonita ... algo le hiciste para que te dejara” Por supuesto que siempre hago o dejo de hacer algo porque el final sigue siendo el mismo con protagonistas femeninas diferentes.
A Bimbo lo veía más seguido, y desde su primer momento en la casa, hace 15 años y medio, proclamé que el perro no era mío. Que no esperaran que lo sacara al baño, ni llevara al veterinario, ni que iba a estar pendiente de comprar su comidas, en pocas palabras. EL PERRO NO ES RESPONSABILIDAD MÍA.
Todos entendieron, algunos con rabia, que mi decisión era respetable. Pero al que más le debería haber importado mi decisión le valió lo mismo que vale una promesa en épocas electorales... nada.
No me resulta triste recordarlo, fue un gran acompañante en mis temporadas largas en casa por las lesiones jugando fútbol, incontables veces me calentó los pies acostándose sobre ellos, me saludaba y se emocionaba tanto que empezaba a llorar hasta que jugábamos apenas 5 minutos.
Tampoco me agobió la declaración del veterinario hace 3 meses: "Bimbo es un valiente y no quiere morir", Al poco tiempo los dueños, no yo, tuvieron que decidir si era mejor que muriera con asistencia médica o que quizás viviera más tiempo con dolencias y más achaques que trae la vejez sin cura alguna.
Mi abuela murió la primera semana de la Cuarenta por el COVID - 19 , Bimbo murió empezando la cuarta semana y aunque sus muertes no eran imposibles, lo imposible fue reunirse en familia para simplemente acompañarse.
Ana murió en Valledupar y toda la familia fuera de esa ciudad no pudo asistir a su funeral. La misa y novena, ritos importantes para los católicos, tuvieron que ser virtuales con ayuda de los primos para que las tías lograran sentirse unidas. Las cenizas se esperan en algún momento.
Bimbo murió en Bogotá y sólo mi hermana estuvo cuando lo hicieron dormir. Mi hermano, quien lo amaba infinitamente, como yo quisiera amar algún día a una mascota, se conectó desde el otro lado del mundo para despedirse. Las cenizas se esperan en algún momento. La muerte no me atormenta, ni siquiera cuando se acerca tanto como en el último mes, la tomo con calma y como una visita que se espera todo el tiempo y llega cuando se le da la gana. Pero es la muestra de lo frágiles que somos los seres vivos. No lo digo porque todos vayamos a morir, sino por lo frágiles que nos hallamos los que estamos vivos.
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