Siempre he sido un entusiasta -casi fanático- de la rutina, pues, me parece a mí, que nos libera con eficacia del tormento de tomar decisiones cotidianas. Durante un tiempo, por ejemplo, repetí a la hora del almuerzo uno de los muchos rituales a los cuales me sometía con la dedicación de un asceta. Usualmente, llegaba a la casa del trabajo, me cambiaba los zapatos por unas pantuflas azules de lana, prendía noticias en la radio y calentaba el almuerzo que había dejado listo desde la noche anterior. Luego de almorzar, lavaba la loza, preparaba un café oscuro y me sentaba en una mecedora que había comprado, hace unos años, en una tienda de antigüedades en la carrera 13 con calle 63.
La mecedora era de color marrón atezado, tenía una guarnición gruesa con un cojín blanco, astas que se asemejaban a una columnata del orden jónico y un respaldo que media más de metro y medio y, por lo tanto, me permitía reposar la cabeza sobre la parte superior de la silla. Antes de instalarme en ella, cambiaba las noticias por algo de música, luego me sentaba a leer el periódico y duraba meciéndome por tanto tiempo como me lo permitiera el arduo horario laboral bogotano. Era tal el placer que provocaba en mí la mecedora que, con el paso del tiempo, los demás apéndices de la rutina resultaron superfluos. De éstos, el primero que abandoné fue el periódico, luego dejé de lado la música y, por último, renuncié a las rebosantes tazas de café oscuro. De tal manera que mi rutina posterior al almuerzo se convirtió en un simple vaivén al ritmo de mi mecedora.
Estas particulares circunstancias me llevaron a preguntarme, durante una de estas jornadas, sobre el origen del placer tan grato que ocasionaba en mí el acto tan sencillo de mecerse. La respuesta, aunque parece insignificante, esconde en sí misma un sombrío secreto sobre la condición humana. El deleite de la mecedora radica, sencillamente, en la distracción del pensamiento y, por lo tanto, resulta apenas natural hacerse una serie de preguntas: ¿es tan insoportable nuestra condición humana que hemos de distraerla porque no aguantamos su desnuda presencia? ¿Es la distracción un vicio que nos aleja del contacto con la condición humana? O, al contrario, ¿es la distracción nuestro único amparo frente a nuestra angustiante realidad? Y, por último, ¿es el miedo a la condición humana una perturbación universal de nuestra naturaleza o una cruz que ha de cargar la sociedad moderna?
Resulta evidente que, independientemente de lo dolorosa que pueda haber sido la condición humana a lo largo de la historia, los hombres y mujeres de la modernidad tenemos una forma muy particular de distraerla. Somos herederos de la Ilustración, el liberalismo y la sociedad de consumo, y éstos tienen en común el haber puesto en los hombros del individuo toda la carga de sobrellevar la existencia. Pero al abandonarnos a nuestra propia suerte, la condición humana no se ha vuelto más tolerable, sino todo lo contrario. Vale la pena recordar que, aunque la Ilustración pudo haber silenciado un viejo oscurantismo engendró, simultáneamente, uno diferente: el oscurantismo del individuo.
Luego de hacerme éstas y otras preguntas en mi mecedora, me levantaba, me ponía los zapatos y me dirigía al trabajo, donde permanecía sumido en un diligenciar burocrático el cual, por fortuna, me distraía el pensamiento al menos hasta el siguiente día a la hora del almuerzo.
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