Los chillidos de mi marranito, mi mascota de la temporada, mi compañero de las vacaciones era tan sonoros y doloridos que yo habría pensado que tales quejidos deberían haber conmovido a cualquier persona que los estuviera escuchando. Pero no. No fue así; por lo visto solo mi prima Marcela y yo sufríamos con el infortunio de Arturo.
Todo había comenzado tan solo unos días antes, el día de la llegada a la finca de los abuelos. Era semana santa y mis hermanos y yo, como todos los años, estábamos muy entusiasmados ante unos días de juegos con los primos, caminatas al río, paseos a caballo y en burro y muchas más actividades que hacían de la temporada santa una diversión permanente —salvo el viernes santo, porque mi abuela nos obligaba a no salir de la casa y a rezar dos rosarios completos—.
Mi tío Óscar, mi padrino, el año anterior me había regalado, para mi cumpleaños, que usualmente cae en semana santa, una potranca que acababa de nacer en su finca, contigua a la de mis abuelos. Yo estaba muy emocionada no solo por las vacaciones, sino por la incertidumbre del regalo de mi padrino, que usualmente era maravilloso y generaba la envidia de mis primos, mis primas y mis hermanos:
—Este año, para tu décimo cumpleaños y el séptimo de tu prima Marcela (cumple años tres días antes que yo) vamos a hacer una gran fiesta el domingo de pascua —dijo entusiasmado mi padrino—. Marcela y tú van a ir a la marranera con Libardo (el encardado de los cerdos) y eligen el mejor de todos.
Obedecimos muy entusiasmadas y elegimos un marranito rosado, no tan grande y patán como la mayoría y más dócil que el resto de sus compañeros, casi todos hediondos e indisciplinados. Tomamos una cuerda, le atamos el cuello y con un gran esfuerzo y la ayuda de una manzana medio podrida logramos sacarlo de la marranera, pues el animal se negaba a caminar. Estaba tan sucio que Marcela y yo decidimos bañarlo con ayuda de una manguera y el champú de esencias florales que le saqué a mi mamá de su maletín de viaje. El cochinito, ya limpio y con una pañoleta de vaquero roja que yo me ataba en la frente, me recordó a un compañero de la escuela, gordito y muy simpático, así que decidimos bautizar al marrano, Arturo, como mi amigo.
Arturo, finalmente, no resultó tan sumiso y obediente como habíamos supuesto inicialmente, pues cuando nos habían llamado a almorzar, rompió la cuerda con la que estaba atado y se regresó a la cochina marranera junto con sus amigos. Esto me disgustó mucho y entendí, que el trabajo de domesticación de mi cerdito sería arduo y de mucha paciencia. En efecto, al final semana, ya Arturo era mucho más manejable y gustaba caminar junto con Marcela y yo, como si fuera un perrito.
El domingo, día de la tan anunciada fiesta, Marcela y yo tuvimos que ir al pueblo para comprar las sorpresas y dulces que daríamos al finalizar nuestra celebración. Hicimos la diligencia junto a mi madre y a mi tía y muy entusiasmadas llegamos de regreso a la finca a bañar, de nuevo, a Arturo quien, por lo visto prefería la cochinada de las marraneras. Sin embargo, como era una ocasión especial, era necesario que luciera impecable.
Tan pronto entramos a la finca empezamos a oír unos chillidos tan agudos y espeluznantes que corrimos asustadas a ver lo que ocurría por los lados de las marraneras: sí era mi cerdito Arturo. Era él el que gritaba desesperado por culpa de las tremendas cuchilladas que le causaba el perverso Libardo, sin compasión alguna. Ante mis gritos desesperados, intervino mi padrino para explicarme que a los cerdos se les mataba así.
—¿Pero, por qué van a matar a Arturo? —pregunté entre lágrimas y una de las peores angustias que recuerdo haber sentido en mi infancia. —Pues para tu fiesta— respondió.
Desde ese día tengo el gusto de no probar la carne de cerdo ni ninguno de sus derivados.
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