Llegaría a Barcelona después del verano y me quedaría allí. Cuando acabara la maestría conseguiría un trabajo, aunque fuera humilde y mal pago, me imaginaba algo relacionado con la literatura o el periodismo. En mi mente la ciudad era La Rambla y algún edificio de Gaudí en sepia. La gente me hablaba de la playa nudista, del barrio gótico, el Born y los chiringuitos. Yo me imaginaba los cafés llenos de humo, la bohemia catalana, los paisajes surrealistas de Dalí y Miró.
El primer paso hacia el descubrimiento de la salsa rosa (o de buseta, o de motel, o de sábanas) lo di al mudarme con Santiago, un colombiano que iba a cursar mi maestría. Mis prejuicios me habían hecho resistirla durante muchos años. Pero Santiago desayunaba con el grupo Niche. No era que me impusiera la salsa. Sino que de a poco se fue volviendo pan de cada día. Había empezado a recordar una época lejana, cuando mi hermana mayor nos obligaba a escuchar a Jerry Rivera en el doble camino del colegio a la casa, y juzgué que ese autoritarismo –y no la salsa– era lo que en el fondo yo rechazaba.
El segundo paso lo dimos juntos, cuando invitamos a De Narváez a tomarse algo a nuestra casa. Era otro colombiano que conocimos en la maestría. Santiago y él compartían un gusto desaforado por la salsa. En las noches siguientes pusieron sus cartas más vergonzosas sobre la mesa. Un gomelo mantiene clandestino su gusto por la salsa rosa hasta que tiene al menos un cómplice a su alrededor. Al comienzo yo no tenía nada que aportar, entonces dejé que la miel de los versos cayera sobre mi frente. De tanto acaramelarla algo empezó a pudrirse en mi cerebro.
Después del primer encuentro sentí que empezaba la metamorfosis, me estaba convirtiendo en un monstruoso insecto. Amanecí en el sofá salpicado de cava y, al levantar un poco la cabeza, ví la amarga soledad que me esperaba ese año, y el rayo de sol que pasaba por la lupa de la ventana me achicharró. Qué me ha pasado, pensé. La salsa, la salsa despertó en mí esta tusa intensa, me dije. Y decidí acabarla a punta de más salsa.
Esa semana empalagosa la pasé recorriendo la ciudad con mis audífonos puestos. Tuve al frente la Sagrada Familia, pero ya no quería entrar. Después habría tiempo de sobra para Gaudí. Por el momento – un amor como el nuestro no debe morir jamás– estaba en estado de emergencia. Es que no puedo sacarte de mi mente. Al final de la semana conocí a Juana, una amiga de Santiago, también colombiana, que dio el tercer paso cuando conoció nuestro palacio de la salsa en Barcelona. Bailamos varias canciones esa noche.
Siempre había cava barato y fino en la nevera. He concluido que eso nos bastaba como experiencia de la auténtica Cataluña. Se lo comprábamos a Ferrán, un amigo catalán de los padres de Santiago, a cinco euros la botella, y así manteníamos un contacto espiritual con Sant Sadurní d'Anoia, un pueblo en la provincia de Barcelona donde Ferrán había encargado a un viticultor un pedido mensual de cien botellas que formaban parte de su jubilación exitosa.
Era difícil no dar con El Bombón en Barcelona. Estaba en el barrio gótico, muy cerca al mar. El cuarto paso y los siguientes los dí en ese bar venezolano dedicado a la salsa. Como llegaba temprano y quemaba el tiempo comiéndome una arepa pelúa podía asegurarme una mesa pegada a la pista de baile. Así, además de ofrecerme como pareja, tenía a la mano una salida del ruedo en un rincón del bar a medialuz. Entre noches de cava y salsa se fue yendo la tusa y ocupó su lugar la nostalgia de Barcelona, aquel enclave de salseros donde pasé un año duro pero luminoso gracias a ellos. Pequeñas cosas, como dijera Willie González, que aún están presentes.
Andrés Ruiz Worth
Comments