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I M P O S I B L E: no sería “eso” Por: Natalia Ramos

-Hay tres trabajos que sería imposible que yo hiciera: ser vendedora de productos de revista, ser monitora de una ruta escolar, y ser profesora, sobre todo el último. Im-po-si-ble.

Así dijo ella, a sus 15, en la mitad de una conversación de recreo, mientras destapaba algún yogúr que seguro había empacado su madre para las medias nueves.


Se lo dijo a sus amigas, en la esquina donde se sentaban cada descanso a compartir la vida y a pasar por un colador la de los demás. Y en esas, la de sus profesores a quienes no les pasaban una, detallaban desde lo que traían puesto hasta lo qué habían dicho, cómo lo habían dicho y qué les faltaba por decir. Y bueno, claro, sobre los amores y desamores de aquella época. Pero a ella, eso no le interesaba tanto, los amores vendrían después, por ahora estaba muy ocupada en su inconformismo.

Inconformismo con todo y más aún con los protagonistas de su tema de cabecera, los profes, sus profes, a los que siempre quería cambiar.

En un tono altanero, tanto como ella, le preguntó un día al de física si no estaba metido en un salón porque no le había resultado su trabajo soñado. Se rió sin siquiera escuchar la respuesta y siguió cómo si nada, o bueno, con lo mismo de siempre, inconformismo, rabia y unas ganas enormes de picarle la lengua al que se le sentara al frente. Tanto así que resolvieron que lo mejor era sentarla en la primera fila, en el primer puesto.


Sentada ahí descubriría el placer de hacer nada y hacerlo de frente. Sin tener que ocultarlo porque ya entrados en ese nivel de poca intimidad, para qué esforzarse en esconder y más aún en fingir. Ese puesto cerca a la ventana desde la cual podía ver el bosque de pinos y eucaliptos, que fue sembrado por una lumbrera de exalumnas hacía dos décadas y que acabó con el bosque nativo. Al parecer había sido la promoción de su madre, quien también había estudiado en el mismo colegio. Como era un colegio de tradición -quizás uno de los colegios femeninos más antiguos de la ciudad- ella y sus hermanas estaban condenadas a seguir la costumbre, así como las hijas de todas las que recibían el diploma del distinguidísimo.

Ese colegio que ella, a sus quince, no podía definir si quería o odiaba, pero tenía claro que mientras resolviera esa duda tenía que sabotear lo que pudiera y lo lograra; desde sus conversaciones de descanso en la esquina, bronceándose y subiéndose los pocos centímetros de falda que usaba para quemarse sus ya morenas piernas, hasta las evaluaciones de las que dependía su año escolar.

Atravesada por su rabia, confusión y saboteo, la sorprendió un día en su clase de español, una pregunta que se asomó a su cueva de inconformismo como un rayito de sol. La pregunta la llevó a cuestionarse profundamente y por primera vez entregó un trabajo a tiempo, aunque repleta de dudas e incertidumbres. Un trabajo que la llevó a encontrarse con su ciudad, que no conocía por verse limitada a las 25 cuadras del norte, que para ese entonces era un “pedacito”. Pero, sobre todo, la llevó a encontrarse con las letras, o más bien las letras la encontraron a ella y las palabras se volvieron su salvavidas.

Las conversaciones en la esquina durante el bronceo comenzaron a cambiar. Su profesor de español y muchos otros ya no pasaban por ese colador tan folclóricamente. Ella, ahora, tenía preguntas y no simples críticas. Preguntas que la impulsaron a querer comprender cómo un profesor podía a través de sus simples clases cambiar el rumbo de un estudiante. Un imposible de creer en nuestra sociedad en la que el rol de un maestro es tan subestimado. Pero así fue.

Su profesor de español, bajito, sin mucha presencia, pero con una profunda pasión por autores latinoamericanos, le mostró un camino. Sin muchas pretensiones, con la tranquilidad y humildad de quien le da una opción a alguien sin la ambición de querer que la tome. Y esa libertad, ese profundo respeto por la decisión del otro, de ella, de quién no te pertenece, fue quizás lo que la impulsó a aventurarse a escribir; había un chance, pero no tocaba impresionar a nadie.


Y es aquí donde lo imposible desafía lo improbable. Diez años después, cuando terminó sus carreras – aquella que Carlos le dijo que no estudiara porque iba a botar sus talentos a la basura, como la película que le recomendó y ella jamás vio y su nombre olvidó- decidió volverse profe. Volverse porque no lo era, no había estudiado para eso y además nunca lo había querido consciente y deliberadamente.

Decidió ser esa figura que criticó durante todo su colegio, para ser como esa persona que le quitó la máscara a la figura, le puso cara, y le tocó el alma, de nuevo, sin pretensión alguna.

Así que ella, quien dijo que era imposible que algún día fuera profe, lo fue y lo es. Logró desafiar la condena de sus palabras rebeldes, así como el miedo a la mirada crítica de la sociedad a tan subvalorado rol. Pero, sobre todo, logró darse cuenta de que sus imposibles nacían del miedo a no querer hacer lo que más quería, o de ignorar eso a lo que de pronto estaba llamada, eso a lo que jugaba desde que tenía ocho con sus primos y muñecos. Llamados.

Logró burlarse de los imposibles que se sentencian tan folclóricamente. Se paró por dos años frente un tablero intentando ser persona y no figura para sus 368 estudiantes en el Urabá antioqueño, en un colegio bastante atípico, en el pueblo de Chigorodó. Los imposibles que desafió dentro de las cuatro paredes y recorriendo las calles pavimentadas y polvorosas de la exuberante Urabá, son el reencuentro cara a cara con la niña que creía que estar parada de ese lado era imposible.

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